“Déjame
que te cuente cuál ha sido uno de los momentos más bellos de mi vida. Como buen
guerrero estoico y reservado, Pablo temía ser compadecido y prefirió aislarse.
Quiero decir que, durante los diez meses de la enfermedad, estuvimos los dos
prácticamente solos. Hasta que en los días finales, Pablo perdió la
consciencia; y entonces cuando la presencia de la gente ya no podía molestarle,
entraron en tromba en casa nuestros amigos, entraron como el agua de una presa
que revienta, irrumpieron empujados por toda la angustia que habían sentido al
ser mantenidos lejos durante tanto tiempo; y ocuparon nuestro hogar,
vivaquearon en nuestra sala, durmieron en los sofás, hicieron turnos,
prepararon comidas, agitaron medicinas, fueron al mercado y a la farmacia; y todo
eso lo hicieron para cuidarle, para cuidarme, para rodearnos con su cariño; y
se quedaron en la casa y ya no se marcharon hasta que Pablo falleció, un
ejército de amigos en pie de guerra que lograron que esa asquerosa muerte
tuviera también una parte indeciblemente hermosa”
(Rosa
Montero, La
ridícula idea de no volver a verte)
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